Aquí no hay derrota, porque las elecciones no son el campo donde se disputa el poder real, sino un rito que legitima lo que ya está decidido en otras esferas. El dolor lo sienten quienes creen que el voto define el destino, pero para quienes entienden la lógica ritual, la elección está siendo apenas una representación simbólica del poder. Lo que queda, mientras baja el polvo, es la certeza de que no es el pueblo el que falla, sino el rito el que muestra sus límites. Y esa claridad no debilita: ordena la mente, devuelve el rumbo y señala dónde se juega de verdad la memoria, la dignidad y la resistencia.
Durante décadas nos hacen creer que la democracia se resuelve en la urna. Que basta con elegir bien para que la vida mejore. Pero una y otra vez comprobamos que, gane quien gane, hay decisiones que no se tocan: quién controla el crédito, quién fija los precios, quién decide qué se produce y para quién. Ahí, en ese núcleo duro, no manda el voto popular. Manda un poder económico concentrado, globalizado, que atraviesa gobiernos y se adapta a cualquier color político.
Hace más de treinta años, un pensador chileno, Mario Rodríguez, advierte que los Estados están dejando de ser soberanos y que un poder paralelo, financiero y especulativo, comienza a gobernar por encima de ellos, también lo había dicho Salvador Allende en su discurso en Naciones Unidas y antes que el Lenin. El fenómeno lo llaman de diferentes, formasen este artículo lo llamaremos Paraestado. No es consigna ni metáfora. Es descripción. Hoy ese Paraestado está a la vista: bancos, conglomerados, fondos de inversión, mercados que presionan, castigan y disciplinan. Los gobiernos pasan, el modelo queda.
En ese escenario aparece la ultraderecha. No como fuerza antisistema, sino como máscara más ruidosa. Canaliza rabia, miedo y frustración hacia peleas laterales mientras el corazón del problema queda intacto. Promete libertad, pero no toca la concentración de la riqueza. Habla de orden, pero necesita autoritarismo para sostener un sistema injusto. Grita contra enemigos imaginarios y guarda silencio frente al saqueo real.
También hay que decirlo con honestidad: el progresismo no está a la altura del desafío histórico. Intenta humanizar un modelo que no se deja humanizar. Administra límites en vez de romperlos. Pone parches donde hay que cambiar la estructura. Esa distancia entre promesas y realidad va erosionando la esperanza y abre espacio para discursos reaccionarios. Reconocerlo no es rendirse, es madurar políticamente.
Superar la derrota empieza por cambiar la pregunta. No es cómo recuperar el gobierno, sino cómo recuperar el poder. Y el poder no se reduce al Estado. Se construye en la economía, en los territorios, en la organización cotidiana. Sin democracia económica, la democracia política es frágil y reversible.
Esto exige levantar un horizonte distinto, concreto, comprensible. Hablar de límites a la concentración de la propiedad, no como castigo, sino como condición de libertad real. Defender lo común, no por nostalgia, sino porque sin agua, sin territorios y sin servicios básicos fuera del negocio no hay vida digna. Impulsar formas de economía donde el trabajo tenga voz y parte, donde la producción responda a necesidades y no solo a ganancias. Fortalecer cooperativas, redes locales, organización comunitaria, porque ahí se aprende a decidir juntos.
Nada de esto se construye esperando permiso. El poder no concede, se enfrenta y se arrebata. Pero no desde el grito vacío, sino desde la conciencia organizada. La historia enseña que los pueblos avanzan cuando entienden por qué pierden y contra qué luchan. La derrota se vuelve breve cuando se transforma en aprendizaje colectivo.
Hoy quieren que el miedo paralice y que la resignación divida. Nuestra tarea es exactamente la contraria: educar, vincular, volver a hablar con claridad. Decir que el problema no es la gente común, sino un sistema que concentra, depreda y excluye. Decir que no sobra pueblo, sobran privilegios. Decir que la economía debe estar al servicio de la vida y no la vida al servicio de la economía.
No estamos empezando de cero. Hay memoria, hay experiencia, hay redes, hay territorios vivos. Hay una intuición profunda en amplios sectores del país de que algo está mal y no se arregla con eslóganes. A esa intuición hay que darle palabras, proyecto y camino.
La derrota no es fin de ciclo. Es el momento en que se despeja la ilusión y aparece la tarea verdadera. Cuando se cae el velo, el pueblo vuelve a mirarse a sí mismo y a reconocer su fuerza. Ahí, justo ahí, comienza de nuevo la historia.
Jorge Bustos
Muy certero el análisis.
Muy certero el análisis.
Exactamente es lo que muchos…
Exactamente es lo que muchos pensamos y hemos dicho, desde la intervención Yanqui en contra de la "Unidad Popular y de Salvador Allende" hace 52 años, dónde estaba en riesgo el modelo capitalista y las grandes inversiones de un grupo de familias y de las transnacionales que aborda los temas de este artículo, nada a cambiado y nada cambiará, desde la institucionalidad, porque los partidos y la gran mayoría de sus militantes están al servicio del modelo.
Excelente análisis, el…
Excelente análisis, el problema radica que cada vez que se obtiene el triunfo este no se sabe manejar y se le entre nuevamente eñ poder a la derecha qué sí sabe sacar réditos de el
Un muy buen encuadre para…
Un muy buen encuadre para diálogos futuros
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