El Acuerdo por Valparaíso (2023) y el Acuerdo por San Antonio Sostenible (2025, que se firmará mañana viernes 5) se presentan como gestos históricos para ordenar el desarrollo de sus puertos y ciudades. Se habla de diálogo, de colaboración público-privada y de un futuro donde el puerto sería motor del bienestar local. Sin embargo, al mirar con calma sus contenidos, sus silencios y las fuerzas que los impulsan, queda claro que ambos acuerdos no abren un camino nuevo: consolidan el mismo modelo que ha gobernado el borde costero por más de veinticinco años. Un modelo que ha generado concentración, captura de renta y un empobrecimiento sistemático de las ciudades puerto de la región de Valparaíso.
Desde la modernización portuaria a finales de los años noventa, los puertos fueron organizados para responder a una lógica exclusiva: maximizar la eficiencia logística. Esa decisión produjo estructuras donde un puñado de operadores controla toda la actividad portuaria, donde la competencia interna es mínima y donde las ciudades quedaron subordinadas a los intereses de ese negocio. Los acuerdos recientes no corrigen esa estructura; la legitiman. La visten con un lenguaje amable y la convierten en política pública “de consenso”, pero mantienen intacta la arquitectura que origina el monopolio de hecho.
El problema ya no es técnico: es político. Es la claudicación a la permanencia del neoliberalismo. Se instaló una forma de entender los puertos donde las ciudades son actores secundarios. Se asume que Valparaíso y San Antonio deben adaptarse a la demanda portuaria, en vez de que los puertos se adapten a las complejidades de ciudades patrimoniales o costeras, con poblaciones que soportan todos los costos de esa actividad. Bajo ese marco, cualquier acuerdo que no cambie el modelo termina siendo un mecanismo de administración de los mismos desequilibrios de siempre.
La concentración no ocurre solo en los terminales. También se expresa en la captura de la renta del borde costero. Los puertos ocupan terrenos que pertenecen a todos, pero la riqueza que ahí se genera no retorna de manera justa a las ciudades. Las patentes y tributos que reciben Valparaíso y San Antonio son insignificantes comparados con el volumen económico que circula por sus bordes. Lo que queda para las comunas es un conjunto de externalidades: congestión, deterioro urbano, contaminación, presión inmobiliaria. La desigualdad territorial no es un accidente: es el resultado directo de un diseño que prioriza al negocio y minimiza el aporte al entorno humano que lo sostiene.
Ni el Acuerdo por Valparaíso ni el de San Antonio entran en ese problema estructural. No cuestionan la forma en que se distribuyen los beneficios. No proponen mecanismos reales de participación ciudadana ni una gobernanza capaz de equilibrar intereses. No incorporan una visión social ni patrimonial que ponga límites claros a la lógica portuaria. Su única función es permitir que el mismo modelo avance hacia nuevas expansiones, bajo la promesa de que esta vez sí se “integrará” a la ciudad. Promesa que ya hemos escuchado demasiadas veces.
El fondo del conflicto es identitario. Valparaíso vive de espaldas al mar, no porque la ciudad lo haya decidido, sino porque el puerto lo ha ocupado todo sin asumir ninguna responsabilidad urbana. San Antonio corre el mismo riesgo: el Puerto Exterior se proyecta como enclave logístico, con compromisos de mitigación y obras urbanas que no alteran la lógica de fondo. En ambos casos, el borde costero se transforma en una franja excluyente, un espacio al que la ciudadanía solo puede mirar a distancia.
La experiencia internacional muestra que es posible transformar un puerto concentrado y cerrado en un frente urbano abierto, mixto, integrado y económicamente justo. Para eso, otros lugares del mundo crearon entidades de gestión autónomas, capaces de equilibrar intereses públicos y privados, y de planificar a largo plazo sin captura política ni empresarial. Esas ciudades entendieron que un puerto moderno no puede seguir funcionando como un enclave.
Valparaíso y San Antonio podrían seguir ese camino. Podrían construir una institucionalidad que piense el borde para los próximos veinte o treinta años, sin quedar atrapados en las urgencias del mercado ni en los intereses de los concesionarios. Podrían priorizar el uso público del frente marítimo, rescatar su patrimonio industrial, atraer inversión mixta y recuperar para la ciudad parte de la renta que hoy se fuga. Podrían, en definitiva, asumir que el desarrollo no es un sinónimo de expansión portuaria, sino de equilibrio territorial.
Pero nada de eso ocurrirá mientras el debate siga secuestrado por acuerdos que maquillan el mismo modelo que generó la crisis. Valparaíso y San Antonio necesitan otra conversación: una que ponga en el centro a la ciudad, a su gente y a su derecho a prosperar en su propio territorio. Una conversación que se atreva a cuestionar lo que se dio por hecho durante décadas. Una conversación donde defender el puerto no sea sinónimo de entregar la ciudad.
Los acuerdos de Valparaíso y San Antonio fueron presentados como soluciones. En realidad, son la evidencia de que seguimos atrapados en el mismo paradigma. Y mientras no lo enfrentemos con claridad y sin miedo, nuestras ciudades-puerto seguirán perdiendo lo más valioso que tienen: su borde, su identidad y su futuro.
Jorge Bustos
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