
El diagnóstico no solo es claro: es obsceno. En Chile, la riqueza extrema no se tolera como un mal necesario, se celebra como virtud nacional. Mientras los pobres reciben limosnas estatales de $77.982 al año, una cifra que no alcanza ni para sobrevivir con dignidad, los grandes grupos económicos tienen al Estado como su cajero automático personal, sin clave ni límite de giro. La fortuna de Iris Fontbona y la familia Luksic, que en 2010 alcanzaba los $19 mil millones, no es fruto del genio empresarial ni del esfuerzo titánico, sino de un sistema diseñado para que el dinero público fluya hacia lo privado, como vino en copa de cristal.
El Grupo Luksic no es solo un conglomerado: es un imperio. Ópera en 128 países, con activos que rozan los $27 mil millones de dólares. Su expansión se cimentá en el cobre, ese mineral que debería ser la columna vertebral del desarrollo nacional, pero que termina siendo el motor de la acumulación privada. Antofagasta Minerals, uno de los diez mayores productores de cobre del mundo, es su joya de la corona. Y como todo buen imperio, no se conforma con extraer: también monopoliza.
Manuel Riesco lo dice sin anestesia: los rentistas tradicionales, dueños de recursos naturales, son parásitos. No innovan, no arriesgan, no crean. Solo se aferran a su posición monopolista como garrapatas al cuero. En Chile, dos o tres empresas controlan casi todos los mercados. ¿Regulación? Una palabra que suena a insulto en los directorios. El Grupo Luksic controla el Banco de Chile, el segundo más grande del país, y la CCU, ese monopolio cervecero que hace que hasta el brindis tenga dueño. Y como si fuera poco, compraron Shell por más de $1.000 millones, convirtiéndose en el segundo actor del mercado de combustibles. ¿Diversificación? No. Es colonización.
Pero el verdadero arte del saqueo está en el robo institucionalizado. Subsidios agrícolas diseñados para pequeños agricultores terminan regando viñas de lujo en San Pedro-Tarapacá, mientras en Petorca la gente se lava con lágrimas. Minera Los Pelambres firma convenios hídricos con juntas de vigilancia, pero las obras las paga el Estado. Y la Fundación Luksic, esa vitrina de filantropía, ejecuta programas con plata ajena, mientras recibe aplausos por su generosidad. Es como robarle el pan al vecino y luego invitarlo a comer migas.
La complicidad política no es un accidente: es una estrategia. Desde el Golpe militar, los grupos económicos han tenido asiento reservado en La Moneda. Guillermo Luksic presidió el Comité Empresarial Chileno-Francés, encargado de desarrollar la investigación nuclear en Chile. ¿Quién necesita ministerios cuando se tiene consorcios? René Cortázar, exministro, aterrizó en Canal 13 justo cuando se discutía la ley de Televisión Digital. ¿Conflicto de interés? Hasta la UDI se sonrojó. Y el Caso Lucchetti, donde Andrónico Luksic habría pagado $2 millones a Vladimiro Montesinos en cajas de cartón con dinero y vino chileno, es el epítome del tráfico de influencias con denominación de origen.
El blindaje mediático es la guinda del pastel plutocrático. Canal 13, con dos tercios en manos del grupo, dejó de ser un medio y se convirtió en un muro. Los conflictos ambientales desaparecen del radar, reemplazados por reality shows y concursos que anestesian la conciencia colectiva. Los despidos masivos tras la compra, pese a los sacrificios previos de los trabajadores, revelan un modelo de gestión que prioriza lo freak, lo policial y lo emprendedor, mientras se silencia lo estructural, lo injusto, lo urgente.
Este sistema no es solo injusto: es una vergüenza institucionalizada. La plutocracia engorda con recursos fiscales, mientras los medios y autoridades que aplauden esta filantropía con fondos ajenos son cómplices activos del saqueo. Y lo peor: lo hacen con una sonrisa, como si robar fuera un acto de patriotismo.

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