No teníamos nada, salvo las ganas. Éramos jóvenes, como tantos otros en distintos puntos del país, que resolvimos tomar decisiones dramáticas, enaltecedoras, históricas y —sin duda— heroicas. Como decía el Rucio: dar la vida por la vida.
Asumido ese compromiso, en uno de los viajes al interior logré establecer un vínculo con unos viejos mineros de un pirquén. El problema era simple y brutal: no teníamos vehículos para ir a verlos. Por suerte, Cecilia —que después tendría otro nombre— contaba con un Fiat 147 rojo. Según mi jefe, que la conocía de la capital, era absolutamente confiable: había trabajado en un equipo especial de propaganda. Por eso se le propuso la tarea de visitar a los viejos de la mina y ver en qué podían cooperar.
Como casi todo en esos años, las certezas eran escasas. El gran logro de ese viaje no era llevarnos nada concreto, sino establecer un vínculo que nos permitiera, más adelante, construir una línea de abastecimiento para la región de Valparaíso y la Metropolitana. Los materiales para fabricar truenos y relámpagos y lanzarlos contra la bestia parda y su jauría no se compraban en farmacias. Había que ser sutil, sin presión. No todos nuestros viejos entendían la necesidad de incorporar la fuerza como elemento de la política.
La Chichi era avezada al volante. Ese día, en particular, le puso toda la pimienta y chala: superó largamente la velocidad permitida y me tuvo cagado de susto durante kilómetros. Era una mujer juguetona, de sonrisa cautivante. Profesora del Pedagógico de Valparaíso, separada, dueña de su vida y de su destino. Dueña, por tanto, de la situación.
A mí me costaba hablarle, explicarle las cosas. Carecía de discurso. Estaba ahí por puro corazón. Mi vieja me había dicho que había que pelear, y si mi vieja lo decía, era ley. Mis experiencias no estaban a la altura de la misión. La academia la conocía apenas: me había tocado cantar en algunos cuchareos de estudiantes de la Universidad Católica de Valparaíso. Lo único que tenía era convicción y ganas, las suficientes —eso creía— para cumplir los objetivos de la tarea y evitar que ella se desanimara o se fuera al ver lo que encontraríamos.
Para mí, acostumbrado a andar en micro y no en auto —no por salud, sino por falta de lucas—, el viaje fue un suplicio. Lo mío siempre fue caminar.
Llegamos al punto donde nos recogería el compañero que nos guiaría hasta el socavón. Era un trabajador pirquinero, cumplidor. Nos subió hasta el lugar exacto donde se estacionaba el camión que llevaba a la refinería el trabajo de un mes entero de la mina.
En la entrada, tras avisar de nuestra llegada, salieron seis o siete trabajadores y formaron un círculo a nuestro alrededor. Uno de ellos, un viejo rengo con una bolsa en la mano, llamó al resto y, con voz serena y pausada, explicó el motivo de nuestra visita. Habló de la pelea política. De la necesidad de cambiar el rumbo, de incorporar la rebeldía. Dijo que la insurgencia lanzada —la Política de Rebelión Popular de Masas— necesitaba jóvenes como nosotros, pero, sobre todo, necesitaba que los obreros pirquineros y mineros aportaran no solo discurso, sino materiales. Que la voz también podía levantarse de otras formas.
Me llamó a su lado y me entregó cien estopines eléctricos y de mecha, para iniciar el proceso de derrocamiento del dictador y sus asesinos, utilizando todas las formas de lucha. Luego nos indicó que debíamos entrar al pique, conocer cómo trabajaban, y nos comunicó que en el interior nos entregarían amongelatina, nitrato de amonio y mecha rápida y lenta.
La Chichi tenía ese rostro que solo aparece cuando la realidad supera la instrucción. Todo aquello de lo que se había hablado, para lo cual había recibido nociones básicas de seguridad y métodos conspirativos, ahora se hacía carne.
Por su formación como socióloga conocía la clase obrera. Pero ahora tenía un correlato vivo y directo: podía escucharla, abrazarla, sentir la dureza de los callos en sus manos y el olor de los humildes. Pero sus ojos brillaron de verdad cuando el viejo le dijo:
—Usted, compañerita, sabe que a la mina no entran mujeres, porque se pone celosa. Pero con usted no habrá problema. Ella no se pondrá celosa, porque sabe que usted será una heroína de nuestra causa.
No entramos con cascos ni chalecos reflectantes. Mucho menos con bototos. Entramos con chonchones de carburo encendidos. Así nos llevaron hasta donde tenían guardado el bagayo. Corrieron unas piedras, dieron vuelta un saco y alumbramos entre todos. Ella se arrodilló. Olió y tocó el regalo que los compañeros habían reunido.
Salimos cargando casi veinte kilos de explosivos. Yo, haciéndomelas de experto y tranquilo, con esa alegría que hincha los pulmones cuando sabes que la misión está cumplida. Que la línea de abastecimiento existía. Ella estaba deslumbrada. Se había enamorado de los viejos, es decir, de la clase. Se quedaría con nosotros. Sería una de las nuestras.
Los muchachos cargaron el auto y cubrimos lo mejor posible los regalos. Los abrazos de despedida fueron fuertes y sinceros. Apretones de manos, miradas que no necesitan palabras para sellar compromisos de vida o muerte. El guía y la Chichi emprendieron el descenso hacia el pueblo. Nos despedimos ahí, agendando otra visita, en otro lugar, con normas de seguridad, santos y señas. Lo que había sido un gesto inicial se convertiría en cajas por viaje.
Más orgullosos que pato de silabario emprendimos el regreso a Valparaíso.
Hoy, ya viejo, sé que ese día fue en septiembre. Los duraznos estaban florecidos y la tierra nos regalaba su olor a humedad primaveral. El sol nos acariciaba el rostro, aunque el aire era fresco. Le pedí que se detuviera. No andábamos armados —no teníamos pistola—, pero el cortapluma siempre. Con ella corté unas ramitas de durazno en flor para su casa.
No hablamos en el camino, hasta que decidió que yo manejara. Le dije que no tenía documentos. Me respondió que yo le había dicho que sabía conducir y que era conveniente que me entrenara: después sería necesario. Así fue. Con tan mala suerte que, antes de entrar a un túnel, nos detuvo una patrulla. Corría 1982.
Ella tomó el control de inmediato:
—Baja la velocidad. Estaciónate. Baja lentamente el vidrio. Saluda al carabinero. Sé gentil.
Hice exactamente eso. No entraba una aguja: llevábamos los regalos de los compañeros. El policía pidió el carnet. Yo no tenía licencia. Aquí cagamos, pensé. Metí muy despacio la mano en el bolsillo de la camisa y el cabo dijo:
—No se moleste, adelante, señor.
Y se fue.
Ella volvió a dar instrucciones:
—Arranca suave y sal despacio de la caletera.
Si nos pillaban, en el mejor de los casos, cárcel. El silencio se me instaló en el cuerpo. Habíamos vuelto al mundo real. Y quedaba el otro problema: dónde guardaríamos el primer regalo que nos había hecho la mina para ponerle cuerpo y alma a la Rebelión Popular de Masas.
La tarde se volvió noche. Llegar a la ciudad fue casi automático. Ya le había devuelto el volante. Me felicitó por la frialdad; yo le agradecí los consejos. Subimos por Francia hacia el cerro. En Av. Alemania, otro control. Nos salvamos de una, pensé. Mejor no tentar la suerte. Doblamos hacia el norte y bajamos por el cerro Monjas.
Le dije que el barretín destinado para esto no se podía ocupar. Mentí. La verdad era que íbamos a mi casa, a guardar los regalos en un cuarto que nadie usaba. Pero, como tantas veces, sin pensarlo demasiado, dijo que ella tenía dónde guardarlo. Y así fue. Usamos su casa.
Para mantener vivo el recuerdo de Cecilia —su viveza, su encanto, su gallardía— es necesaria la memoria. Como dice la canción: “el árbol reverdecerá, nuevo”, a pesar del hacha.
A ella nunca le asustó la muerte brutal. Un amigo escribió alguna vez:
“Cecilia no es de otro mundo, pero tampoco es de este.”
Añadir nuevo comentario