CUANDO LOS DURAZNOS FLORECEN

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Autor: 
Jorge Bustos

No teníamos nada, solo las ganas. Éramos jóvenes, como otros en diferentes puntos del país, que resolvimos tomar decisiones dramáticas, enaltecedoras, históricas y, sin duda alguna, heroicas: como decía el Rucio, de dar la vida por la vida.

Ya asumido ese compromiso, en uno de los viajes al interior, conseguí un vínculo con unos viejos mineros de un pirquén. El problema era que no teníamos vehículos para ir a verlos. Por suerte Cecilia (que después tendría otro nombre) contaba con el Fiat 147 rojo y, según mi jefe que la conocía de la capital, ella daba plena confianza pues había trabajado en un equipo especial de propaganda y por ello se le propuso la tarea de visitar a los viejos de la mina y ver con qué nos podían cooperar.

Como todo en ese tiempo, las certezas eran escasas. El gran logro de ese viaje era establecer un vínculo que nos permitiera después construir una línea de abastecimiento para la región de Valparaíso y la Metropolitana. Los materiales para construir los truenos y relámpagos y lanzarlos en contra de la bestia parda y su jauría no se compraban en las farmacias. Tenía que ser sutil, sin presión, porque no todos nuestros viejos entendían la necesidad de usar la fuerza como elemento de la política.

La Chichi era avezada en la conducción; yo creo que ese día en particular le puso toda la pimienta y chala, superando la velocidad permitida para que yo me cagara de susto. Ella era una mujer juguetona y su sonrisa cautivaba. Además de ser profesora del Pedagógico de Valparaíso, era separada y dueña de su vida y destino, por tanto, dueña de la situación. Me costaba hablar con ella y explicar las cosas; yo carecía de discurso, estaba en eso por puro corazón, porque mi vieja me había dicho que teníamos que pelear, y si mi vieja me lo decía era ley. Mis experiencias no estaban a la altura de la misión, y la academia la conocía únicamente porque me tocó cantar en algunos “cuchareos” de los estudiantes de la Universidad Católica de Valparaíso. Tenía sólo la convicción y las ganas que me permitirían asegurar los objetivos de la tarea y evitar que ella se desanimara o se fuera producto de lo que encontraríamos.

 

Para mí, acostumbrado a andar en micros y no en auto, el viaje fue un suplicio. Lo mío siempre fue caminar, no por salud sino porque no habían lucas. Llegamos al punto donde nos recogería el compañero que nos guiaría hasta el socavón. El guía, trabajador minero de pirquén, cumplió con la pega y nos subió hasta el mismo lugar donde se ponía el camión para llevar a la refinería el trabajo de un mes de los pirquineros de la mina.

En la entrada, después de dar aviso de nuestra llegada, salieron seis o siete trabajadores quienes hicieron un círculo junto a nosotros. Uno de ellos, viejo rengo con una bolsa en la mano, llamó a todos los trabajadores y, con voz serena y pausada, dio a conocer el motivo de nuestra visita. Les habló de la pelea política, que se debía tomar otro rumbo con el elemento de la rebeldía, que la insurgencia que se había lanzado, como la Política de Rebelión Popular de Masas, necesitaba de jóvenes como nosotros, y que, por sobre todo, necesitaba que los obreros pirquineros y mineros aportaran los materiales que ellos manejaban no solo para el discurso, sino para levantar la voz mediante otras formas. Me llamó a su lado y me hizo entrega de 100 estopines eléctricos y de mecha con el fin de iniciar el proceso para derrocar al dictador y sus asesinos utilizando todas las formas de lucha. Nos indicó que debíamos entrar al pique para que conociéramos cómo trabajaban ellos y nos comunicó que en el interior nos entregarían amongelatina, nitrato de amonio, y mecha rápida y lenta.

La Chichi tenía esa cara que reflejaba el asombro de saber que todo aquello que se había conversado y para lo que había recibido instrucción básica de seguridad y métodos conspirativos ahora se hacía realidad.

Debido a su formación académica como socióloga, sabia de la clase obrera, pero ahora tenía un correlato en vivo y en directo: podía escuchar a la clase obrera, esa que trabaja y asume su rol; podía abrazarla, sentir la dureza de los callos de sus manos y el olor de los humildes. Pero cuando sus ojos brillaron, fue cuando el viejo le dijo: “usted compañerita sabe que a la mina no entran mujeres, porque se pone celosa, pero con usted no habrá problema, ella no se pondrá celosa porque ella sabe que usted será una heroína de nuestra causa”.

 

No se imaginen que entramos con cascos y chalecos reflectantes, ni menos con bototos. Nada de eso. Entramos con chonchones de carburo encendidos y así nos llevaron donde tenían guardado el bagayo. Corrieron unas piedras y dieron vuelta un saco y entre todos alumbramos. Ella se arrodilló, olió y tocó el regalo que los compañeros habían reunido.

Salimos del lugar llevando casi 20 kilos de explosivos. Yo dándomelas de experto y tranquilo, con esa alegría que hincha los pulmones al saber que la misión estaba cumplida y que todo se había logrado: tendríamos línea de abastecimiento. Ella estaba asombrada, se había enamorado de los viejos, es decir, de la clase. Se quedaría con nosotros, sería una de las nuestras. Los muchachos cargaron el auto y cubrimos lo mejor que pudimos los regalos.

Los abrazos fuertes y sinceros de las despedidas, los apretones de manos y las miradas de esas que no necesitan palabras para sellar los compromisos de vida o muerte marcaron el final de la visita. El guía junto a la Chichi emprendieron el descenso desde la montaña al centro del pueblo donde nos despedimos y agendamos otra visita en un lugar diferente, con las normas de seguridad, los santos y señas. Los regalos serían una línea de abastecimiento, pero ya no sería por un par de kilos, ahora serían cajas por viajes. Más orgullosos que pato de silabario emprendimos el viaje de regreso a Valparaíso.

Ahora viejo sé que ese día fue en septiembre, porque los duraznos estaban florecidos y la tierra nos regalaba su olor a humedad primaveral. El sol nos acariciaba el rostro, pero estaba fresco. Le dije que se detuviera, estaba bien no andar con una pistola (porque no teníamos), pero con la cortapluma siempre, y con esa misma le corte unas ramitas con flores de duraznos para su casa. No hablamos en el camino, hasta que decidió que yo manejara. Le dije que no tenía documentos, a lo que me responde que yo le había dicho que sabía conducir, argumentando que era conveniente que me entrenara porque después sería necesario. El asunto fue que tuve que hacerlo, con tal mala suerte que antes de entrar a un túnel nos detiene una patrulla (estamos hablando de 1982). Ella asume el control de la situación de inmediato y me guía: “Baja la velocidad, estaciónate, baja lentamente el vidrio de tu lado y saluda al carabinero, sé gentil”. Lo hice tal cual. No entraba una aguja porque llevábamos los regalitos de los compañeros. El policía me pide el carnet – obviamente yo no tenía el de conducir (aquí cagamos, pensé)-, deslizo y meto muy despacio mi mano en el bolsillo de la camisa y el cabo me dice “no se moleste, adelante señor”, y se va. Ella toma otra vez el control y me da las instrucciones: “Echa a andar el auto muy suave y sal despacio de la caletera”.

 

Si nos pillaban nos encarcelarían, en el mejor de los casos. El silencio se apodero de mí. Habíamos vuelto al mundo real y venía el otro problema que era dónde guardaríamos el primer regalo que nos habían hecho los trabajadores de la mina, para ponerle el cuerpo y el alma a la Política de Rebelión Popular de Masas.

La tarde dio paso a la noche y la llegada a la ciudad fue una consecuencia. Ya le había entregado el auto para que manejara, me felicitó por mi frialdad y yo le di las gracias por los consejos. La dirección hacia mi casa fue por Francia hacia el cerro y al llegar a la Av. Alemania otro control de Carabineros. Nos salvamos de una, pensé, mejor no tentar la suerte, así que doblamos hacia el norte para bajar por el cerro Monjas. Le dije que el barretín destinado para esto no se podría ocupar. Era una mentira, porque la verdad era que íbamos a mi casa para guardar en un cuarto que nadie ocupaba los regalos que nunca pensamos que traeríamos pero, al igual que otras veces, sin pensarlo me dijo que ella tenía donde guardarlo y ocupamos su casa.

Para mantener vivo el recuerdo de Cecilia, su viveza, su encanto, su gallardía, será necesaria la memoria. Como dice la canción, “el árbol reverdecerá, nuevo” a pesar del hacha. A ella nunca le asustó la muerte brutal. Un amigo alguna vez escribió: “Cecilia no es de otro mundo, pero tampoco de este”.

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