
Mientras se recortan presupuestos para salud, educación y pensiones, el Estado chileno transfiere miles de millones a conglomerados que ya concentran poder económico, logístico y político. No es inversión: es captura. No es desarrollo: es despojo. Y entre los beneficiarios silenciosos, destaca Cargill, una de las empresas privadas más grandes del mundo, que desde 2015 controla un segmento clave de la salmonicultura chilena tras adquirir EWOS.
EWOS produce dietas para salmón atlántico, coho y trucha arcoíris. Sin alimento, no hay industria, no hay empleo, no hay exportaciones. Cargill no vende al consumidor, pero decide qué se produce, cómo se regula y quién fiscaliza. Opera con discreción, sin cotizar en bolsa, pero con enorme impacto. Su consolidación no fue mérito empresarial: fue posible gracias a subsidios públicos, opacidad institucional y captura gremial.
Según datos de CORFO, entre 2012 y 2024 se certificaron 1.313 proyectos bajo la Ley de Incentivo Tributario a la I+D, por un total de $980.000 millones. El sector Pesca y Acuicultura concentró el 13,6% de ese monto ($132.859 millones), y en 2024 lideró con el 29,8% de los fondos certificados. Cargill, a través de EWOS, certificó 22 proyectos por $2.938 millones. BioMar, su competidor, certificó 36 por $8.418 millones. Multi X, productor salmonero, recibió $16.188 millones en un solo proyecto.
Pero los subsidios no se limitan a la I+D. Según CIPER, 31 empresas salmoneras recibieron más de $67.000 millones entre 2004 y 2023 para cubrir el 17% de más de 2 millones de salarios imponibles en zonas extremas. De ese total, $28.598 millones fueron entregados incluso después de que la Dirección del Trabajo cursara 1.367 multas por infracciones laborales. La ley exige no tener condenas judiciales, pero no considera sanciones administrativas, permitiendo que empresas multadas sigan accediendo a subsidios.
Cargill ha enfrentado juicios laborales por despidos injustificados, acoso y prácticas antisindicales. En Coronel y Puerto Montt, tribunales han fallado a favor de trabajadores. Aun así, la empresa sigue recibiendo beneficios tributarios y apoyo estatal. No hay cláusulas éticas que excluyan a empresas condenadas. No hay filtros laborales en la entrega de fondos. No hay exigencia de reparación ni fiscalización efectiva.
La concentración del mercado es evidente. Cargill controla el 40% del mercado de alimentos para peces. Skretting maneja el 35%. El resto es marginal. Pero mientras Skretting certifica voluntariamente y evita escándalos, Cargill acumula juicios, acuerdos confidenciales y beneficios que otras empresas no reciben. No compite: impone. No innova: absorbe. No colabora: captura.
La historia se repite con precisión inquietante. Primero se compra una ley —como la ley de pesca, nacida de la corrupción parlamentaria—, luego se aseguran las voluntades políticas, y finalmente se captura la institucionalidad para canalizar recursos públicos hacia grupos privados. El Estado financia a quienes ya concentran riqueza y actúan como dueños del mar.
Hoy, dos grandes trasnacionales controlan el 75% del movimiento portuario del país. Lo hacen bajo concesiones que refuerzan el monopolio. El Estado, en vez de arbitrar, garantiza las condiciones para esa concentración. Y cuando falta lubricar el engranaje, aparecen los subsidios: fondos de CORFO que consolidan a los mismos actores que ya dominan el mercado.
Chile paga dos veces: con la pérdida de soberanía y con impuestos que terminan financiando a quienes lo capturan. En medio, quedan relegados los trabajadores portuarios, los pescadores artesanales y las comunidades costeras. La Fiscalía Nacional Económica guarda silencio. El Tribunal de Defensa de la Libre Competencia no actúa. CORFO sigue entregando recursos. El Ministerio del Medio Ambiente permite que la salmonicultura avance sobre ecosistemas frágiles.
La pregunta es incómoda, pero inevitable: ¿puede un país sostener su democracia cuando las leyes que regulan sus recursos estratégicos nacieron de la corrupción, y cuando sus instituciones financieras siguen reforzando esa arquitectura de privilegios? La respuesta se observa en los hechos: un Chile donde los puertos y el mar son feudos privados, administrados bajo la sombra de la concentración y la impunidad.
Mientras no se rompa ese círculo, seguiremos siendo un país donde el Estado financia a quienes lo capturan, donde la ley sirve al poderoso y donde la soberanía nacional se vende al mejor postor. Esa es la encrucijada: decidir si aceptamos vivir en una democracia secuestrada o si nos atrevemos a desatar los nudos que atan el mar, los puertos y los subsidios de Chile a la codicia de unos pocos.

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