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Desde París, en una sala de Sciences Po, la ex ministra del Interior de Chile criticó a la izquierda chilena por tener “alergia a la policía y al orden público”. Lo dijo como si no hubiese sido ella quien dirigió la seguridad del país. Como si no hubiese sido su pareja quien manejó el presupuesto nacional. Como si no hubiese tenido poder, recursos y responsabilidad directa en lo que ahora denuncia. Lo dijo como si hablara desde fuera, cuando en realidad lo hizo desde el centro mismo del aparato que hoy pretende observar con distancia.
Durante su mandato se mantuvo el estado de excepción en la zona Mapuche, con todo el gasto que eso implica, y con resultados que hoy son escandalosos: los principales responsables del robo de madera eran empresarios, algunos con vínculos directos con las fuerzas de orden. Mientras tanto, se criminalizaba a comunidades enteras bajo el discurso de la seguridad. No se persiguió a los ladrones de corbata y traje. Se persiguió a los que incomodaban el relato oficial.
En paralelo, los liceos emblemáticos fueron reprimidos por orden directa del Ministerio del Interior. El Instituto Nacional, el Barros Borgoño, el Darío Salas. No se trató de controlar la violencia, sino de sofocar la crítica. La represión no fue contra la delincuencia, fue contra las ideas. Contra los cuerpos que piensan, que se organizan, que denuncian. Contra los estudiantes que no caben en el molde de la obediencia.
La verdadera izquierda no le teme al orden. Le teme al abuso disfrazado de orden. No le teme a la ley. Le teme a la ley escrita para blindar a los poderosos. No le teme a la policía. Le teme a la policía que reprime estudiantes mientras escolta empresarios corruptos. Confundir esa izquierda con el progresismo que administra el modelo es una trampa conceptual. Porque ese progresismo no transforma estructuras, las maquilla. No redistribuye la riqueza, la gestiona. No educa para la crítica, idiotiza para la obediencia.
Criticar desde París lo que no se corrigió desde La Moneda es más que deshonesto. Es una forma de lavarse las manos mientras se sirve el plato frío de la autocomplacencia. Y en ese plato, la seguridad se presenta como necesidad, pero se cocina como espectáculo. La educación se presenta como derecho, pero se ejecuta como domesticación. La crítica se presenta como virtud, pero se castiga como delito.
No se trata de defender gobiernos. Se trata de defender principios. Y el principio es claro: la izquierda no reprime la crítica, la cultiva. No administra el miedo, lo desarma. No criminaliza la pobreza, fiscaliza el poder. Todo lo demás es progresismo gourmet. Y eso no se come en la calle. Se sirve en París.
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